Horas de vuelo -muchas-, paisajes diferentes, aviones, maletas y gente en movimiento. El impacto recibido, el welcome de la realidad centroamericana no tardó en hacerse notar, ni fue sencillo de asimilar.
Las costuras (cicatrices de algo aún demasiado cercano) estaban a flor de piel. En las calles, en los “autobuses”, en los mercados, en los centros comerciales… Allí donde fueras te atrapaba esa angustiante sensación.
Las calles de San Salvador [ciudad cicatriz] eran reflejo de ello, de aquel fantasma con cara difusa. Había un peso sobre su gente, que infatigablemente se percibía en sus rostros. El peso de la violencia, de los coches con las ventanillas tintadas, las vallas de espinos en los tejados, las metralletas a la vista, las rejas y los búnkers habitados. Demasiado, quizás, para este peatón inquisitivo al que le gusta tomar las calles a golpe de zapato. Palpar la realidad de los bulevares, los mercados y sus callejuelas, con el sabor del asfalto pegado a sus suelas.
Quisiera decir que fueron tan sólo cinco días, los que allí estuve. Quisiera decir que todo salió como programado y que tan solo fue un paseo de la mente en un territorio ajeno, en una realidad diferente e inesperada.
Recuerdo haber comprado unos dulces en el aeropuerto de Houston, Texas, unos días antes de llegar allí. Eran raros, no sabría decir por qué los había comprado, pero durante los siguientes días los fui devorando uno a uno. Al comerlos (creo que eran de tamarindo con picante) mi boca hacía una mueca extraña. Había una explosión casi repúgnate de conceptos extraños en ella, pero al acabar de masticarlos, quedaba con ganas de más. Entonces desenvolvía, intentando descifrar en aquel caramelo extraño, el porqué de todo ello. Ahí empezaba otro flash, otro viaje de sabor intenso, para el que mi paladar no estaba preparado, pero seguía pidiendo más.
Decido salir a la calle y ahí están: la suciedad, los “vigilantes” con la escopeta bien a la vista, las coras haciendo de valor contante y el pan francés. Soy partidario de viajar con todos los sentidos posibles cuando recorro otros países: degustando, escuchando, viendo, tocando, olfateando todo lo que me rodea en ese particular camino. Si no… ¿qué clase de viaje es aquel?
Siento repulsión por los viajeros de Starbucks, Pizza Hut y selfie. Siento repulsión por los nuevos conquistadores, que, cámara en mano, tienden a dominar, “conquistar” nuevos espacios, sin saber qué son ni por qué están allí siquiera.
Habían pasado ya cinco largos días en aquel lugar extraño, de pre-Navidad en manga corta y aire acondicionado. ¿En serio?, ¿qué clase de Navidad es esa? Y sí, tenía un álbum repleto de fotos, había tenido también el valor de caminar por alguna calle sin rumbo o control e incluso viajé en autobús metropolitano, en compañía de alguien de la zona valga decir. Sin dejar de notar el peso, la asfixia (con permiso europeo) de esa realidad rampante y ver su fantasma que corre por las calles.
Miedo a la bala fácil, a la sangre en el piso, a la extorsión, al secuestro exprés. El mero miedo, el mero mero, la vida no es lo primero. Bang bang, otro muerto y cuando salte la noticia en los medios, le pondremos LIKE, la comentaremos con pena, la secundaremos con nuestro tweet, carita triste, emoji llorando... y pasaremos a otra cosa, a los videos de gatos quizás. Realidad, dentro de realidades, todo eso y más, latente y sin embargo, todo sigue su curso.
Edificios bajos, árboles tropicales con más peso en la ciudad que las propias señales de tránsito. Cotorras, pájaros exóticos y ganas de seguir luchando. Las ganas de seguir progresando existen también aunque quizás, desde una casa-búnker.
Vi tus cicatrices -luego me comentaron- que tú, El Salvador (y Centroamérica) sois tierra de poesía y lo entiendo. Estáis abonados en dolor. Y yo, terminé con la bolsa de mis caramelos extraños. No veo la hora de comprar otra igual, creo que seré naive y me iré con la idea de que he entendido algo de todo esto y que la vida me ha puesto ahí por algún motivo. También, cargo con el saco de los buenos recuerdos: la gente, la comida, las frutas tropicales, las lecturas, los poetas, la ilusión por el futuro y el pan francés, sí, aquí no hacemos el pan francés como ellos.
La señora me vendió dos coras de pan francés aquel día, en medio de la calle. En un taburete desglamurizado, pero con una sonrisa llena de dientes y gran amabilidad. Y yo, lo devoré en menos de dos coras de día.
1 cora = ¼ de dólar
Con cariño y respeto, este europeo sin rumbo ni casa, les quiere dedicar este pequeño texto a todos los que luchan por mejorar esa realidad dolorosa, con el sacrificio diario de la resistencia.
Alex [a-m]
Artículo original publicado en MexBcn
-Febrero 2016-
Genial Alex... En poco rato nos has trasladado allá.. Lo describes justo con lo vives... Muy bueno..... Saludos y birras.......
Gracias Antonio, este fue mi primer viaje a El Salvador, así lo viví efectivamente...
¡Un fuerte abrazo amigo!